Salvo excepciones, las culturas minoritarias, las sub-culturas y las tribus urbanas son invisibilizadas en la construcción de la imagen de un país. La percepción de estos grupos es compleja puesto que, por un lado, son considerados como pertenecientes a la cultura mayoritaria (la cual implica un trasfondo común entre todos los habitantes de un territorio) pero al mismo tiempo son percibidos como ajenos a ella por regirse por sus propias convenciones y valores. Es decir, se encuentran en una relación ambivalente y la tendencia general suele ser la supeditación de la subcultura a la cultura mayoritaria a no ser que ésta subcultura pueda ofrecer algún tipo de valor al Estado y/o a sus dirigentes.
En el caso de Japón podemos ver que existen una serie de tribus urbanas o grupos sociales muy definidos que han sido estigmatizados públicamente por no ajustarse a los valores dominantes de la sociedad nipona. La cultura otaku, es decir, aquella relacionada con el consumo de productos como cómics (manga), animación (anime), videojuegos y merchandising basado en famosas franquicias, es uno de los ejemplos más significativos. Si bien durante los años 70 comienza a crecer el número de aficionados a estos productos propios de la cultura popular, durante los 80 se produce un aumento muy significativo del número de otakus (término despectivo en japonés con el que se designa al fan del manga y el anime) que viven con mayor intensidad su afición. El resultado fue una oleada de críticas e iniciativas (desde censura de cómics a una campaña mediática en la que prácticamente se equiparaba a los otakus con pervertidos sexuales) que desprestigiaron el consumo de manga y animación entre el público adulto, lo cual se codificó como una actividad inapropiada por resultar hedonista y perturbadora (sin duda, tanto los contenidos de ciertos cómics como la propia naturaleza gráfica del medio contribuyeron a generar este clima).
Curiosamente, durante los años 90, mientras en Japón se sancionaba la cultura otaku, ésta aparecía con un espíritu liberador y lúdico en muchos rincones del planeta. La difusión internacional de la animación japonesa (década de los 80-90) y el cómic japonés (década de los 90) trajo consigo la aparición de fans del manga y el anime en USA, Europa y Asia. Estos fans internacionales, libres de los prejuicios que dicha actividad genera en Japón, abrazaron estos productos culturales inicialmente concebidos para un mercado interno y, a través de ellos, se interesaron por Japón y comenzaron a construir su visión del país. A raíz de este interés, que se traduce en beneficios económicos para las industrias culturales niponas y en una cierta capacidad de influencia en el imaginario internacional a través del soft power, los dirigentes de Japón han modificado su visión de la cultura otaku. En cierto modo, ese mundillo previamente denostado se ha convertido en un importante valor para la nación japonesa en mitad de contexto de crisis económica internacional. Por ello, mi comunicación se centrará en las diversas estrategias que se han llevado a cabo durante los últimos años y que utilizan elementos propios de la cultura otaku como patrimonio cultural japonés (creación de museos de manga y anime, estudio académico de la cultura otaku, personajes de manga como embajadores de Japón) y reclamo turístico (creación de parques de atracciones, rutas turísticas específicas).